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Un paseo triste

26 Apr

Un circo apostado en una explanada exhibe algunos llamativos carteles. Me acerco. De perfil hallo lo que parecen unos remolques, alrededor unas picas unidas por un cordón los rodean. Un olor fuerte a granja me invade. Sigo la colorida cinta de seguridad sin descubrir más allá de una jaula con ruedas. Hasta que no me enfrento de cara a la caja metálica no consigo divisar a la criatura. Parece dormida, una enorme masa viva se eleva y desciende al ritmo de su respiración. Permanece enroscada como una bola, en la penumbra. Sus gigantes patas se asoman mas allá de la luz, acto seguido muestra su cola desperezando su cuerpo, extendiendo su lomo en un bostezo que lo arrima definitivamente a la luz. Descubre todo menos su cabeza. Entonces gira y, sin el minímo tiempo para observarlo detenidamente, ruge hacia mí con increíble fuerza, sus fauces se abren ampliamente y el bufido que emiten hace vibrar las raíces de mi cabello. Con sus mandíbulas ya relajadas, intercepta mi mirada con la suya, intenta comunicarme algo. Es una fiera incompleta, sin libertad. Su pupila está apagada.

Deambulo por las calles.

Las rayas del tigre se pasean por su jaula, entre sus sinuosos andares enseña los colmillos, pero su espíritu sigue tristemente encarcelado. El trayecto se convierte en algo hipnótico, como una danza del vientre; las rayas parecen los brillos de un mar en calma, unos vibrantes destellos bajo el sol. Pero sin remedio, su alma se ahoga bajo unas verticales de hierro. Me alejo, desde la distancia aquella caja diminuta parece un código de barras que encierre una llama salvaje, que nunca pierde su brillo pero que con el tiempo se apagará o acabará por inmolarse.

Así me siento yo, atascado en un ecosistema de asfalto al que mi naturaleza ya no quiere pertenecer más. La inercia con la que doy mis pasos se convierte en una rápida carrera y pide a gritos llegar hasta el mar, si hace falta, pedir que alguien me enseñe el camino. Quiero salir por algún agujero de esta ratonera. El tiempo pasa, con implacable actitud y, aunque me encuentre en pleno esplendor, mi reverdecimiento puede que se agote. Y eso me preocupa; nervioso el calendario se deshoja y ya son demasiados los días que barro del suelo.

¿Dónde han ido todos? Cada vez veo las calles más vacías, las pocas caras que veo son las mismas de siempre. Veo a adolescentes que ayer eran niños sonándose los mocos. Veo a mujeres de mi edad preñadas, algunas ya empujan los carritos. Veo comercios que cierran, y siento una ráfaga de viento que apostrofa una triste realidad. Veo a la gente envejecer, perder la firmeza de sus cuerpos, arrugas aparecen. Veo muchos ojos apagados, sin ese brillo de la pupila al sonreir. La mitad de mis amigos ya se fueron, algunos lo hicieron para no volver. Otros están hartos de navegar, persiguiendo el trabajo en un eterno viaje de ida y vuelta.

¿Dónde está la felicidad? Alguien la metió en una jaula, como al tigre; vive aletargada esperando escuchar alguna canción que la motive. La felicidad es un sentimiento más fuerte que sus garras, puede romper los barrotes y saltar hacia la libertad, volver a intoxicarnos con los colores de la alegría, el sonrojo de las mejillas, las sonrisas inabarcables y mancharnos con una lluvia de júbilo.

He tenido suerte. La felicidad empieza a construirse dentro de uno mismo. He tenido suerte de volver a renacer, aunque sea gracias a mis pastillas de colores. Una segunda oportunidad tan grande no se desaprovecha así como así. La vida se debe exprimir como un limón, hasta la última gota. Los angostos y tétricos caminos andados se abren ahora en claros maravillosos; a mi biblioteca mental acuden palabras como alegría, gozo, gusto, amor y pasión. Ayudan a sobreescribir aquellas palabras tan tétricas de la familia de la muerte y la destrucción.

Este logro ya es imparable. Avanza como un tren bala por mi médula, recorre mis neuronas sin hacer paradas, y se dirige rápido y puntual a una estación donde aguarda el amor y la felicidad.

Hoy no me visto de payaso

18 Apr

Corría el verano de 2007. Yo ya tenía mi diplomatura bajo el brazo desde el septiembre anterior. Por aquel entonces no estaba diagnosticado, así que más que vivir mi vida, iba dando tumbos aquí y allá. Recuerdo despertar en mitad de los trayectos del metro, en un devenir de estaciones que el altavoz anunciaba con una monotonía análoga a la de mis largas depresiones. Los gigantes enemigos de mi ánimo me iban erosionando, excavando en la cueva del hastío, cercándome en una felicidad siempre yerma: el trabajo, la universidad, la familia,…

Con la perspectiva del tiempo he podido entender cada uno de los estados vividos desde 2002 hasta ahora. Entre 2007 y 2010 las caras de mi enfermedad empezaron a deformarse. No sólo sufría graves depresiones —aunque nunca llegaron a ser depresiones mayores, es decir, depresiones verdaderamente disfuncionales y que hubieran requerido hospitalización—. Por aquel tiempo, mis episodios de manía e hipomanías aumentaron paulatinamente su frecuencia, empecé a sufrir episodios mixtos: incluso dentro del mismo día tenía sentimientos de depresión y euforia. Recuerdo horribles despertares casi todas las mañanas; con el ocaso, las jornadas daban paso a interminables noches en vilo. La irregularidad de mi sueño era un terreno escarpado y difícil de transitar; más veces de las debidas, la noche se imbuía en un nuevo amanecer a través de la ventana, con los ojos secos y el pelo encrespado. Mi piel afloraba sensible, los mínimos sonidos me molestaban, hasta un dulce canto del pájaro sonaba estruendoso en mis oídos, y el pulso se me alteraba hasta la noche siguiente. La sensación más próxima a desapegarse de la realidad la revivía siempre que experimentaba aquellas noches en vilo, sobre todo cuando en ocasiones acumulaba varias noches consecutivas sin dormir. Sin duda era una sensación rara, que justificaba el deseo por taladrarme mi propio cerebro.

En los meses de junio y julio conseguí un empleo temporal en una importante entidad financiera, como cajero de banca. Trabajaba por horas sin ninguna posibilidad de promoción, pero desde luego no me podía quejar: académicamente había triunfado, me gradué con una mención de honor, y mis trabajos eran de traje y corbata, bastante bien pagados. Tampoco tenía problemas ni conflictos familiares en mi casa. Nada ni nadie podía negar que, almenos en apariencia, mi vida iba bien encarrilada. Eso era, almenos en apariencia.

Sin embargo, aquel verano de 2007 desembocó en una verdadera locura; un cóctel de líquidos inflamables se fue cocinando poco a poco en el interior de mi cabeza. Mi conducta se desparramaba los fines de semana, porque empecé a beber y tomar drogas esporádicamente (tabaco, porros y cocaína). Las fiestas se alargaban hasta primera mañana, una desinhibición que acababa desbocada e incontrolada entre las sábanas y el calor estival, a la espera de que los efectos de las drogas se apagaran poco a poco. Siempre cargaba dos cartuchos: uno para el viernes y otro para el sábado. Vivía esas noches con un gran espíritu jovial, me mostraba amigable, verborreico; me solía entretener con desconocidos en los párquings de las discotecas, y si en el peor de los casos esnifaba coca, me disparaba como un cohete. La tarde del domingo llegaba a su fin siempre con una amargura agria, con ganas de no haber vivido lo vivido, con ganas incluso de matarme, de reventarme la cabeza contra el techo y perdiendo sin remedio las ganas de vivir. El bajón se avecinaba el jueves y se volvía a renovar el lunes a primera hora. Baja autoestima, negatividad, tristeza, desgana y, por encima de todo, la incapacidad para sentir placer alguno por ninguna de las cosas que hacía; eran problemas que se amontonaban en mi cabeza, como una algarabía de voces en la que muchas voluntades hablan a una conciencia extraviada.

Sufría crisis estacionales: depresión entre semana y manía de viernes a domingo; entretanto, los desvelos nocturnos se intercalaban con intermitencia. Con ese panorama empezaba muy triste las mañanas; mis jornadas de trabajo transcurrían con las sensaciones enfrentadas de un estrés desenfrenado y la pereza propia de la depresión. Generalmente acudía a mi puesto con un tono bajo, mi pelo y mis ojos habían perdido el brillo juvenil de mis 20 años recién cumplidos, mi piel se descascarillaba por un incipiente acné. Sin duda, mi cara era un fiel reflejo de mi desánimo.

Durante el día solía cumplir con mi trabajo, aparentaba solvencia pero no me lucía demasiado, en cuanto podía dejaba caer los brazos si no habían tareas que hacer. Tenía una gran falta de espíritu, una incapacidad para emprender, estaba falto de proyectos.

Pero a veces mi cerebro se acaloraba, se me antojaba una fiebre tropical y respondía con arrebatos de ira. Surgía de mi interior una gran fuerza, con brillo, aunque sólo fuera por momentos, mi sensibilidad se erizaba, un montón de nuevas ideas orbitaban locuaces. Me sentía poderoso y desinhibido.

De repente, sentía que debía levantarme raudo de la silla, aunque estuviera atendiendo a un cliente o dejara una tarea colgada en el ordenador. Mi estado me obligaba a moverme, a recorrer la oficina arriba y abajo. Mi nerviosismo se aceleraba y tenía que saciar toda aquella voracidad por comerme un nuevo mundo que parecía amanecer dentro de mi cabeza.

Muchas veces me mostraba contestatario con la gente, sobre todo en esos vuelcos eufóricos. Recuerdo bien la última oficina a la que me destinaron, era de recién apertura y tenía poquísimos clientes. La faena se sucedía con cuentagotas. Aquellas jornadas constaban de ocho horas intensivas con un silencio soporífero, sólo interrumpido por el tecleo que exigía alguna que otra operación bancaria a media mañana, aparte del arqueo de caja al abrir y cerrar la oficina.

A mi subdirectora no le importaba que usara corbata. Aquel principio de agosto era realmente sofocante. Así, siempre me arreglaba con cuatro elementos: una buena camisa, unos pantalones de traje, un buen cinturón y un par de zapatos.

Cuando el director de la oficina venía a supervisar mi trabajo, sólo en días contados, siempre me advertía que debía usar corbata. Cuando estaba deprimido solía exagerar los toques de atención, me los tomaba muy a pecho y eran otro motivo más para entristecerme.

Sin embargo, cuando me decía lo mismo en pleno arrebato maníaco, observaba en sus órdenes una agresión personal, un desafío a mi superioridad. Levitaba a un metro del suelo y no quería que nadie me desmontara de mi nube.

—Intenta la próxima vez ponerte la corbata, no quiero que el jefe de zona te vea sin llevarla puesta —me dijo el director. Fue la segunda vez que me advertía, con un tono más serio y firme.

Mi cabeza empezó a bullir. «¿Quién puta mierda se cree éste que es?», pensé para mis adentros. Con ellos, otros pensamientos muy gráficos me invadieron la mente, literalmente me puse a contar e imaginarme las pollas que debía haber chupado para conseguir ese puesto y ese sueldo. Giré mi cabeza hacia la puerta, y vi una oficina ultramoderna, domótica, muy tecnológica, pero fría y muerta por dentro. Miré las agujas del reloj que colgaba en la pared, podía sentir las vibraciones del segundero: la noche anterior no había dormido nada. «Y este mamón tocándome las pelotas», volví a reflexionar. Por un momento, deseé perforarle la yugular con un bolígrafo de propaganda. Un extraño tic apareció debajo de mi nariz, mi labio superior subía y bajaba eléctricamente. Las manos me temblaban y arrugaron algunas notas sobre el escritorio. Me levanté como un resorte, cabizbajo. El subdirector me contemplaba con expectativa e incredulidad. Todavía no le había dado una respuesta.

Mi mandíbula empezó a articularse, pero seguía mudo. Dibujé con mi boca unas palabras como el niño que marca su nombre sobre la tierra: «Hoy no me visto de payaso, hijo de puta», ésas fueron mis palabras lanzadas contra el aire, sin sonido alguno.

Destensé los brazos y giré en redondo el cuello varias veces. Pude abrir un poco el pecho y coger un poco de aire. Neutralicé aquel ataque de pánico y, por suerte, mis pensamientos no se materializaron.

— Lo siento, trataré de ponérmela mañana. Sin falta.

El mundo está loco

7 Jan

Cada día me levanto más temprano y descansado. Nunca antes he dormido tan bien durante tantas noches seguidas, seguro que dibujo la pose de un tierno lirón hibernando, con la cola enroscada aprovechando su calor. Despierto siempre muy antes del alba, con la noche todavía cerrada. Desde hace tiempo empiezo a dedicarme a mí mismo las mañanas, termino antes mis quehaceres y el estrés ha dejado paso a cierto naufragio calmado.

Todas las mañanas me suena el despertador a las 6:45, aunque como digo yo ya llevo rato despierto, revolcándome entre las sábanas y el colchón, con una sensación mezcla de la pereza y el sosiego que me concedo en esos minutos mudos en mitad de la noche tardía. En muchas ocasiones no sé bien si seguir acostado, levantarme o volver a dormirme, aunque intentar esta última opción me haría perder un tiempo muy valioso para lograr un inicio de día con solvencia. Finalmente, decido levantarme, me hallo en un cuarto inundado por el naranja artificial de un halógeno. Acto seguido extiendo los brazos infantilmente al mismo tiempo que un amplio bostezo. Cambio la luz del foco por la de la lámpara de la mesita. Recorro unos pasos más hasta la ventana, giro varias veces la manivela, las suficientes para comprobar que la calle sí sigue dormida —no como yo– aletargada bajo un negro azulado interrumpido por las deslavazadas luces de las farolas. Observo que seguimos en tiempos de crisis: sólo mantienen encedidas las de un lado de la calle.

El paisaje tras el cristal de mi ventana es gris en su mayoría, destacan en la penumbra los colores de piedras pulidas sobre las fachadas, sobre todo mármol, revistiendo los portales y los bajos. Otras tallas rematan la paleta: pizarras, tejas naranjas y ladrillos multicolores. Parece como si una fina lluvia lo cubriese todo de repente. Ni siquiera los gatos parecen sorprenderse, es un día más como cualquier otro. Veo a un gato inmóvil, deslumbrado por los faros de un coche, los pájaros todavía no cantan y hacen la estampa aún más mortecina.

El mundo está loco. Están todos locos, y yo estoy cuerdo. Y con ello quiero decir que estoy cuerdo dentro de mi locura. Y eso ya es mucho, pues no hace falta decir cuánto se han ampliado los límites de mi mente. Mis experiencias vitales han sido dolorosas, pero más enriquecidoras con el paso del tiempo. He exprimido mi cerebro al máximo, al son de los envites de las manías y las depresiones, como si fuera una barquita de madera en mitad de un temporal.

Desayuno enfrente del televisor. No me hace falta reloj, los programas de la tele se suceden mostrando la hora en una esquina, aunque ni falta que hace, sigue siendo demasiado pronto para deambular. Veo dibujadas en la pantalla gente enmascarada, como disfrazada para una obra teatral. Veo tanta incoherencia flotando en el aire, me asquea tanta basura bajo la alfombra. Nuestro planeta está gravemente desequilibrado, enfermo y degenerado, evoluciona hacia atrás. Este mundo nos provoca dolor inútil, sufrimiento que hace más débil a los débiles y hacen más poderosos a los ricos e injustos de corazón. Estas ondas transmiten un mundo multicolor donde se incluye el rosa, aunque hipócritamente doy gracias de pertenecer a un país civilizado, en cierta manera yo también contribuyo a desequilibrar la balanza. Yo tengo suerte, no imagino mis condiciones de vida en otro lugar más desdichado. A veces envidio la pobreza, la pobreza de aquellos que no necesitan cosas; ni cosas, ni coches, ni casa, ni dinero, ni sexo, ni triunfo alguno. Envidio a aquellos que sólo necesitan la felicidad natural de la vida, sin aderezo alguno.

Veo la tele y me deprimo. Veo un mundo que ha perdido toda cordura, aunque algunos se erijan como valedores de la razón que cree otorgarles la civilización.

 

3 miligramos de Risperdal

21 Dec

La única forma de volver a empezar siempre es la sensatez. La sensatez propia de la calma, de la marea baja, la que deja esa arena blanda y pastosa que no es sino un juguete sensorial para la planta del pie. Hacía tiempo que no recordaba esa sensación. Y es que quizás he vivido demasiado tiempo alejado de la orilla, perdiendo la noción de aquello que realmente va y viene con la vida, igual que el devenir de las olas que besan mis pies, alineados con la primera línea de la playa.

Han sido tres miligramos de Risperdal los que me han hecho recordar la esencia más completa de la vida, esa que se olvida cuando llevas demasiado tiempo fuera de las aguas. Tan solo una pastilla me separaba del baño de realidad que cada día me prohibía. La ficción del chiringuito y la vida entendida como una fiesta ha desaparecido; ya son varios los días en que la irracionalidad que transmitían mis actos va abandonándome. Los colorines y el confeti quedan atrás, como cuando se abandona la sala en plena juerga y uno mismo escapa del frenesí con las suelas de los zapatos pegajosas, asqueado en cada paso con un pegamento artificial traído por el alcohol barato y la ceniza, por la suciedad de un lapso nocturno al que ya no más se quiere pertenecer. Al girar la cabeza, se comprende perfectamente que devolverse a la cordura de la vigilia y el sol es la única opción que queda, la de volver al cobijo nocturno de la cama, la de una retirada a tiempo.

Y es la risperidona la que me aletarga, la que me ha puesto en una segura posición de guardia. Me ha fortalecido. Ya no peligra el rumbo de mi cabeza, ya no hay miedo a enloquecer, a desesperar en vida.

Aunque he recuperado la lucidez, a veces siento que mis luces se difuminan un poco en la niebla, pero simplemente es un pequeño cortocircuito, un susto prudente a mis eufóricas ambiciones. Esta pastillita me permite saber estar en el momento y lugar, sin necesidad de romper los esquemas, sin el temor a llegar al ridículo.

Pasan los días y va quedando lejos aquel estrépito tembloroso que queda tras la manía. En muchas ocasiones, mis pensamientos se descolocan y desguarecen sus defensas, como piezas de ajedrez dispuestas a recibir un jaque en el próximo movimiento, pero he conseguido evitar los envites más dolorosos.

Prefiero la cuarentena. La red de mis neuronas se reordena, y su conexión comienza a fluir de nuevo como la electricidad después de un gran apagón. Las estrellas ya no son la única guía. Puedo encender mis propias luces y eso es gracias al Risperdal, un comprimido amarillo que me salva a diario de caer de la cuerda floja.

Gracias doctora.

 

Rocas en el viaje III

21 Dec

III

Masha, ¿por qué me atrapaste?

¿Qué me transmitieron tus ojos?

¿Qué me dijo tu silencio?

Tuve la sensación de que por momentos nos besábamos con tan sólo apretarnos las manos, como si nuestros dedos estuviesen hechos de la misma carne rosácea de tu labio, sensible y sensual, pero vulnerable con cada roce.

¿Quién me arrancó la piel? ¿Por qué dejaste sin abrigo mi corazón?

Las rocas del viaje ya son rocas en la piel, un pasaje estrecho que recorrer, una senda de montaña infinita en la que creía perseguirte. ¿Dónde dejaste mis pies descalzos?

Las heridas del corazón aparecen como leves cortes sobre un órgano turgente, y su acumulación amenaza con arrebatarle su tirantez, rompen la membrana que lo separan del dolor. Los cortes se multiplican y empiezan a sangrar, el corazón se deshincha y su fuerte latir se transforma en una fragilidad raquítica.

Recuerdo como latía durante aquellos viajes de autobús, en los que tan sólo el ruido mundano del pasaje y el sofocante calor de Malta nos ambientaba.

Recuerdo tus palabras mudas, tus ganas por romper el silencio, la dulce dureza de tu mirada. Recuerdo que era suave al regalarme amor con cada pestañeo pero fría por no acompasarla con palabras.

Tanto enigma sin respuesta; el amor a veces se abre con diminutos gestos, pero las complicaciones son contratos que solo las palabras son capaces de resolver. Ojalá me hubieras hablado más, ojalá no hubieras dejado esta carga en mí, un montón de preguntas sin respuesta alguna.

No tuviste valor de arriesgarte por mí, de lanzar una cuerda dentro de mi pozo. Te mandé señales de humo para luego gritar de desesperación.

¿Dónde pusiste tu corazón, Masha?

Aquel fue amor de entrega, pero sólo por parte de uno. La confianza debe ser un trueque del corazón, un recibimiento justo de alivio.

Entendí que yo me entregué y tu no. Fuiste cruel e implacable.

¿Dónde pusiste al corazón, Masha?

 

Rocas en el viaje II

14 Nov

II

En mi tercera mañana me levanté con la habitual jaqueca que siempre despierta a los malos dormilones. Apenas sin desayunar, dirigí mis primeros pasos hacia el soportal de aquel inhóspito bloque de apartamentos. Lo último que necesitaba era la luz seca y viva que me deslumbró a través de la verja, algo nada agradecido después de haberme aseado con tanta mala gana. Articulé una mueca asquerosa, de automática desaprobación, y con el sonido de un portazo lapidé un nuevo despertar, iniciando la andadura hacia un territorio desconocido.

A Malta fui bastante motivado. No todos los días le pagaban a uno un viaje al extranjero, aunque ello no supusiera por sí sólo unas vacaciones de grandes lujos. La beca no cubría muchos gastos, pero al menos se convertiría en una estupenda tirita para mis tristes días de verano. Hasta mi partida, mi vida discurría en un sendero de torpe apatía, con muchas noches desesperadas, que despertaban entre los arrugones de mis sábanas, dejando paso a mañanas aún más desagradables. Aquella escapada fue, en cierto modo, un oasis en el que ahogar mis penas.

Como alumno, mi compromiso sólo me obligaba a asistir a clases cinco mañanas a la semana. El nivel de los profesores, y el de la academia en general, dejaba bastante que desear, así que tomé con cierta resignación el hecho de no colmar mis expectativas académicas de mejorar mi inglés. De todas formas, aquel era un idioma que ya dominaba con cierta suficiencia.

Empecé las clases tras un fin de semana de adaptación —o mejor dicho inadaptación—, pues llegué un viernes y no empezaría hasta el lunes siguiente. Fueron unas primeras horas de soledad, pero también de expectación, sabía que algún cambio importante se avecinaba. El calor me abordó, haciendo mella desde el primer momento, derritiendo mi cerebro. Como un primer traspié al bajar del avión, pronto empezaron unos sudores insofocables, la piel me picaba por la sal que traía el viento y aquel sol únicamente anunciaba peligro sobre mi piel lechosa. Sin embargo, yo seguía notando aquella transformación, una amenaza escondida bien adentro; a duras penas concilié sueño en las tres primeras noches, esas debieron ser las primeras señales que no pude ver. Me sentía como el filamento incandescente de una luz artificial, siempre a punto de explotar en la fragilidad de su embrión de cristal. De madrugada, reflejaba mi cara de insomne en los casposos programas de la teletienda, con unos ojos vidriosos, sumergidos en la ansiedad de un vilo casi interminable, con la única compañía de una tele de tubo y una presentadora siliconada. Aquello siempre terminaba de la misma forma, un barco que atraca entre tinieblas no se pierde nunca ningún amanecer. Mis sentidos amplificaban sus poderes, con el fulgor impropio de toda mi energía malgastada la noche anterior, como una vieja bombilla irradiando más calor que brillo, un poder deliberadamente ineficiente. Todo estaba a punto de empezar, otra vez.

A eso de las nueve di con el aula que me asignaron. El lugar se componía con un aspecto muy humilde, apenas tres o cuatro pequeñas salas en las que se impartían las clases, diferenciadas por niveles. Sus puertas se repartían en el mismo lado de un largo pasillo y, enfrente, unos ventanales daban a un patio abierto con forma cuadrada. Unas plantas testimoniales cerraban aquella zona exterior, devolviendo siempre su mirada a la entrada, otra vez hacia la calle: un submundo europeo, algo sucio y extremadamente caluroso y húmedo.

Masha eligió sentarse justo en la parte opuesta a la mía. Todos nos sentábamos en semicírculo con un ridículo cartel en el que nos hicieron escribir el nombre, coronando los pupitres. Participar en aquel ejercicio de las presentaciones siempre me parecía muy infantil y previsible, aunque nadie pudo evitar ruborizarse.

Aquella chica tenía los ojos azules, grandes y amplios, que delataban con gran obviedad una exótica procedencia, probablemente centroeuropea o eslava. Sus mofletes eran rollizos y terminaban una cara también redonda, enmarcada por una corta melena de un débil color rubio, aunque con una raíz frondosa que revelaba raza y pureza, pero que yo imaginaba alicaerse por el frío de una remota estepa o la ventisca insistente de algún país de la Europa más vieja. No parecía muy alta, aunque mal supuse en un principio, y en cuanto se puso de pie para presentarse, a todos nos embelesó con una voz aflautada y dulce que hizo a todos más pequeños: «Hello, my name is Masha and I'm from Russia».

Lucía un atuendo que dibujaba una envidiable esbeltez. Con vaqueros y una camisa de tirantes, mostraba su cuerpo en unos brazos largos y un cuello fino, estupendo, bien plantado entre unos hombros huesudos. Sus pechos todavía adolescentes firmaban una silueta joven, sobre unas piernas largas, que se precipitaban desde unos muslos depilados, con una tersura afiladamente peligrosa. En conjunto, podría asegurarse que era una chica muy atractiva, aunque con un peinado algo desfasado y una expresión en la cara algo vacía de alegría. Eran unos pocos detalles que para nada la desmejoraban, pero que tampoco le permitían llamar más la atención de lo que demandan ciertos cánones. Su aspecto no era muy común para los que éramos estudiantes mediterráneos, en su mayoría italianos y españoles, pero de buen seguro me aventuré a pensar que, durante su corta estancia, Masha iba a ser de los bocados más codiciados.

Todas esas nimiedades poco me importaban, pues aquella larva pálida había transmutado en mi interior. Movido por una curiosidad incontrolable, la intriga llegó a apoderarse de mí definitivamente. Toda la primera hora la dediqué a clavarle mi mirada, a veces furtiva, y otras la sostuve fija, ella también me retaba fijando la suya en mí, aunque fuera por pocos segundos. Tras el trance, cada uno recomponía su marcha en la clase. Pero lo mío se movía por una mórbida compulsión, con vida propia, y empecé a rastrearla por el espacio, a dibujar el perímetro de sus facciones, a penetrar más allá de su materia, ya estuviera compuesta por ropa o carne. Nunca perdí el hilo de la clase, pero estuve más atento a sus acciones: secuencié largo rato su boca, retratándola a cámara lenta; capté esa frialdad misteriosa, ese hálito invernal que imaginaba al verla respirar. Desde mi silla, a tres metros de distancia, podía explorar cada surco y grieta de sus labios. Ella me devolvía la mirada, pero esta vez asentía, lo supe porque entornaba los ojos hacia abajo primero, para después besarlos levemente con sus pestañas. El baile de gestos tímidos y absurdos se interrumpía con sus parcas palabras, arrastrando las erres de una forma torpe y divertida, fallando en construcciones gramaticales demasiado sencillas para fallarlas. Todos la disculpaban cínicamente, todos asentían, todos le reían las gracias, pero con los colmillos bien brillantes, babeando sobre mi cordero rubio. En realidad era un tanteo inútil. Masha sólo sería presa para mi terreno vedado, vallado por la química y el azar, un animal con el que jugar el resto de mi existencia, yo sería el único que la comprendería, el único con quién podría hablar de verdad, el héroe portador de una nueva luz a su vida.

Su mirada, detenida en el tiempo, era fría como un témpano, —cold as ice—, nunca pudo congelar el impacto de mis ojos, desnudándola con cada movimiento. No supo guardar la distancia, no giró el cuello, ya era demasiado tarde para ignorarlo; entró en mi mundo, como un glaciar llorando por la ladera.

Jugaba con ventaja: acababa de empezar mi manía.