Tag Archives: recuerdos

Delirio

22 Nov

El estresante tic-tac del reloj marcaba el pasar de los segundos de una forma lapidaria. Con los últimos rayos del sol desapareciendo tras la vertical que formaban la ventana y la caída de la cortina, su naranja transparencia proyectaba una luz de sobremesa, de tarde plácida, ofreciendo una justicia —la siesta— que sólo los insomnes resisten a disfrutar para poder vencer a esos monstruos que atormentan por la noche.

Así, uno a uno, los segundos cuelgan en la punta de su aguja, y se precipitan encadenando sus delirios, entre las llamas de una explosión inminente en su cerebro. De súbito, una fulgurante energía salta de su pecho y se pone a reír, a cantar, a saltar, a exhibir su cuerpo levantándose la levita como un bufón con un solo ojo pintado. Su vida, de repente, se convierte en una payasada sin gracia, que se burla de la poca cordura que le quedaba, descosida entre las forzosas carcajadas de un ser irreal con una larga lengua azul, serpenteante, y que imagina una cabriola final para reverenciar a un público que sólo existe en los teatros de la mente. El protagonista se erige como un triunfador apabullante, un funambulista con un portento físico y un porcentaje de acierto infalible, aunque ahora bate los brazos en un vano intento de volar. Mientras tanto, mantiene el equilibrio sobrevolando un mar de sombras, tan alargadas como las dudas que se proyectan en un astro justo antes de ser eclipsado; las fibras de la cuerda, secas y violentas, le devuelven los pies como sí hubieran andado mil ascuas ardientes. El sudor del esfuerzo se cuela entre sus poros mezclado en una testosterona mejorada con cabezas de cerilla, que lo convierten en un amante soberbio, capaz de salvar reinos construidos en el cielo, solo un pretexto para penetrar a princesas que habitan en discotecas de cristal, a las que apenas ha manchado el sol; sus cuerpos diminutos poseen recovecos que huelen a lo mismo que las frutas maduras que terminan por explotar, esas que tienen en su interior un zumo incontenible: el olor de una floreciente pubertad entre las ingles y los sobacos, de unos huesos que aún se oyen estirar, esperando que nadie les descubra esa mueca que les permite jugar furtivamente entre adultos. Sed bienvenidas.

Entre tanta travesura, el payaso se acomoda y sus ademanes se vuelven más y más soberbios desde el trono. Su danza es ahora una pose trágica, aunque sin borrar nunca esa sonrisa agria que gesticula siempre a cámara lenta. Descubre musicalmente su dentadura, como una escala de piano. Con grandes y circulares aspavientos, hace gala de su repertorio, un ritual en el que exhibe sus botas grotescas y puntiagudas. Desenvuelve toda su actuación sobre el sillón acolchado, caricaturizando, quizás, algún rey longevo, envejeciendo sus barbas soberanas entre su asiento y la corona.

El vasallaje se culmina cuando todos los testigos acuden con premura a aquel largo vestíbulo. El payaso continúa dando palmas cuando muchos todavía se afanan en su camino hasta la primera fila. En cuestión de poco tiempo, se forma un círculo que escudriña a la criatura con miradas propias de jueces implacables. Quieren saber en qué me he convertido.

Desfallecido tras mi ensoñación, mi cuerpo y mi mente comulgan en el interior de una esfera invisible, por cuya superficie circula una calurosa energía, licuada en un poder que se desliza en una superfície que se convierte en espejo, ante el que todos los presentes retroceden, reflejando más odio que sorpresa. A cada una de mis convulsiones, un grito de asombro le contesta. Son delirios momentáneos en los que mi voluntad se somete a la verborrea y empiezo a emitir un galimatías ininteligible, una revolución de palabras que bebe de todos los idiomas. Por su parte, la incontinencia de mis gestos, me eleva a un estado en el que mi cuerpo empieza a centrifugarse. Muevo brazos y piernas en una discordante armonía, el pecho palpita como un motor, mis dedos se retuercen en formas imposibles, arqueo el cuerpo en una pose convexa, para luego volver a una posición fetal. De repente el escudo placentario que me secuestraba termina por desaparecer y caigo rendido finalmente.

Me hallo desnudo sobre el bordado de una alfombra imperial, y los súbditos y su rey, un bufón, se emocionan en una letanía que rompe en lágrimas y sollozos. Con el pelo todavía recogido entre mis dedos, me tapo la cara en señal de vergüenza, pero también de alivio. Mis lágrimas también brotan de mis nudillos, pero acompañadas de un lloro sentido, orgánico y visceral que se apacigua con la cascada salada de mis ojos.

Todos me han visto tal y cómo soy. Han visto a alguien vulnerable desmoronarse, como perdía toda dignidad humana, como era despojado de toda vergüenza. Sin embargo ya nadie reacciona hostilmente. Empiezan a compadecerse de mí y algunos, incluso, me ayudan a incorporarme y me tapan con la expresión mínima en la que había quedado mi ropa arrugada. Ven dibujado en mí el rostro del perdón, algo tal vez religioso que les hace retrotraerse a su ternura más infantil. Ante tal evidencia, comprenden que rematar al desdichado se convierte en un martirio, pues ya de por sí han sido testigos de un dolor ajeno que jamás hubieran imaginado infligir por ningún medio.

Yo soy el loco al que atar pero ellos los verdaderamente derrotados.

 

Rocas en el viaje II

14 Nov

II

En mi tercera mañana me levanté con la habitual jaqueca que siempre despierta a los malos dormilones. Apenas sin desayunar, dirigí mis primeros pasos hacia el soportal de aquel inhóspito bloque de apartamentos. Lo último que necesitaba era la luz seca y viva que me deslumbró a través de la verja, algo nada agradecido después de haberme aseado con tanta mala gana. Articulé una mueca asquerosa, de automática desaprobación, y con el sonido de un portazo lapidé un nuevo despertar, iniciando la andadura hacia un territorio desconocido.

A Malta fui bastante motivado. No todos los días le pagaban a uno un viaje al extranjero, aunque ello no supusiera por sí sólo unas vacaciones de grandes lujos. La beca no cubría muchos gastos, pero al menos se convertiría en una estupenda tirita para mis tristes días de verano. Hasta mi partida, mi vida discurría en un sendero de torpe apatía, con muchas noches desesperadas, que despertaban entre los arrugones de mis sábanas, dejando paso a mañanas aún más desagradables. Aquella escapada fue, en cierto modo, un oasis en el que ahogar mis penas.

Como alumno, mi compromiso sólo me obligaba a asistir a clases cinco mañanas a la semana. El nivel de los profesores, y el de la academia en general, dejaba bastante que desear, así que tomé con cierta resignación el hecho de no colmar mis expectativas académicas de mejorar mi inglés. De todas formas, aquel era un idioma que ya dominaba con cierta suficiencia.

Empecé las clases tras un fin de semana de adaptación —o mejor dicho inadaptación—, pues llegué un viernes y no empezaría hasta el lunes siguiente. Fueron unas primeras horas de soledad, pero también de expectación, sabía que algún cambio importante se avecinaba. El calor me abordó, haciendo mella desde el primer momento, derritiendo mi cerebro. Como un primer traspié al bajar del avión, pronto empezaron unos sudores insofocables, la piel me picaba por la sal que traía el viento y aquel sol únicamente anunciaba peligro sobre mi piel lechosa. Sin embargo, yo seguía notando aquella transformación, una amenaza escondida bien adentro; a duras penas concilié sueño en las tres primeras noches, esas debieron ser las primeras señales que no pude ver. Me sentía como el filamento incandescente de una luz artificial, siempre a punto de explotar en la fragilidad de su embrión de cristal. De madrugada, reflejaba mi cara de insomne en los casposos programas de la teletienda, con unos ojos vidriosos, sumergidos en la ansiedad de un vilo casi interminable, con la única compañía de una tele de tubo y una presentadora siliconada. Aquello siempre terminaba de la misma forma, un barco que atraca entre tinieblas no se pierde nunca ningún amanecer. Mis sentidos amplificaban sus poderes, con el fulgor impropio de toda mi energía malgastada la noche anterior, como una vieja bombilla irradiando más calor que brillo, un poder deliberadamente ineficiente. Todo estaba a punto de empezar, otra vez.

A eso de las nueve di con el aula que me asignaron. El lugar se componía con un aspecto muy humilde, apenas tres o cuatro pequeñas salas en las que se impartían las clases, diferenciadas por niveles. Sus puertas se repartían en el mismo lado de un largo pasillo y, enfrente, unos ventanales daban a un patio abierto con forma cuadrada. Unas plantas testimoniales cerraban aquella zona exterior, devolviendo siempre su mirada a la entrada, otra vez hacia la calle: un submundo europeo, algo sucio y extremadamente caluroso y húmedo.

Masha eligió sentarse justo en la parte opuesta a la mía. Todos nos sentábamos en semicírculo con un ridículo cartel en el que nos hicieron escribir el nombre, coronando los pupitres. Participar en aquel ejercicio de las presentaciones siempre me parecía muy infantil y previsible, aunque nadie pudo evitar ruborizarse.

Aquella chica tenía los ojos azules, grandes y amplios, que delataban con gran obviedad una exótica procedencia, probablemente centroeuropea o eslava. Sus mofletes eran rollizos y terminaban una cara también redonda, enmarcada por una corta melena de un débil color rubio, aunque con una raíz frondosa que revelaba raza y pureza, pero que yo imaginaba alicaerse por el frío de una remota estepa o la ventisca insistente de algún país de la Europa más vieja. No parecía muy alta, aunque mal supuse en un principio, y en cuanto se puso de pie para presentarse, a todos nos embelesó con una voz aflautada y dulce que hizo a todos más pequeños: «Hello, my name is Masha and I'm from Russia».

Lucía un atuendo que dibujaba una envidiable esbeltez. Con vaqueros y una camisa de tirantes, mostraba su cuerpo en unos brazos largos y un cuello fino, estupendo, bien plantado entre unos hombros huesudos. Sus pechos todavía adolescentes firmaban una silueta joven, sobre unas piernas largas, que se precipitaban desde unos muslos depilados, con una tersura afiladamente peligrosa. En conjunto, podría asegurarse que era una chica muy atractiva, aunque con un peinado algo desfasado y una expresión en la cara algo vacía de alegría. Eran unos pocos detalles que para nada la desmejoraban, pero que tampoco le permitían llamar más la atención de lo que demandan ciertos cánones. Su aspecto no era muy común para los que éramos estudiantes mediterráneos, en su mayoría italianos y españoles, pero de buen seguro me aventuré a pensar que, durante su corta estancia, Masha iba a ser de los bocados más codiciados.

Todas esas nimiedades poco me importaban, pues aquella larva pálida había transmutado en mi interior. Movido por una curiosidad incontrolable, la intriga llegó a apoderarse de mí definitivamente. Toda la primera hora la dediqué a clavarle mi mirada, a veces furtiva, y otras la sostuve fija, ella también me retaba fijando la suya en mí, aunque fuera por pocos segundos. Tras el trance, cada uno recomponía su marcha en la clase. Pero lo mío se movía por una mórbida compulsión, con vida propia, y empecé a rastrearla por el espacio, a dibujar el perímetro de sus facciones, a penetrar más allá de su materia, ya estuviera compuesta por ropa o carne. Nunca perdí el hilo de la clase, pero estuve más atento a sus acciones: secuencié largo rato su boca, retratándola a cámara lenta; capté esa frialdad misteriosa, ese hálito invernal que imaginaba al verla respirar. Desde mi silla, a tres metros de distancia, podía explorar cada surco y grieta de sus labios. Ella me devolvía la mirada, pero esta vez asentía, lo supe porque entornaba los ojos hacia abajo primero, para después besarlos levemente con sus pestañas. El baile de gestos tímidos y absurdos se interrumpía con sus parcas palabras, arrastrando las erres de una forma torpe y divertida, fallando en construcciones gramaticales demasiado sencillas para fallarlas. Todos la disculpaban cínicamente, todos asentían, todos le reían las gracias, pero con los colmillos bien brillantes, babeando sobre mi cordero rubio. En realidad era un tanteo inútil. Masha sólo sería presa para mi terreno vedado, vallado por la química y el azar, un animal con el que jugar el resto de mi existencia, yo sería el único que la comprendería, el único con quién podría hablar de verdad, el héroe portador de una nueva luz a su vida.

Su mirada, detenida en el tiempo, era fría como un témpano, —cold as ice—, nunca pudo congelar el impacto de mis ojos, desnudándola con cada movimiento. No supo guardar la distancia, no giró el cuello, ya era demasiado tarde para ignorarlo; entró en mi mundo, como un glaciar llorando por la ladera.

Jugaba con ventaja: acababa de empezar mi manía.

Los recuerdos

13 Oct

20131013-025258.jpg

Los recuerdos son como unas piedras filosas que dejamos atrás. Un rompeolas firmemente parapetado, pero perverso a cada paso mojado. Sobre todo si vas con chanclas. Nadie es capaz de olvidar su pasado, por muy leve que haya sido. El ser humano siempre deja un legado con cada huella, y cualquier acto cometido nunca es ajeno a esa contundencia. Sin embargo, las personas hacemos y olvidamos las pequeñas cosas, esa picardía que nos permite madurar. Somos animales prácticos. Pero no todos, a algunos nos falla el cerebro.

Yo nunca pude ser así: feliz como los demás, liviano, fácil de llevar. En esos años sólo sabía sufrir. Envidiaba la forma con la que el resto vivía, reía, gozaba. “¿Y por qué yo no?”, le solía preguntar a mi padre. Yo le cortaba rápidamente resaltando mis defectos. Así conseguía la razón: yo era “raro” , y vivía una lastimera agonía. Cuando te sientes como una mierda no valen muchos argumentos. En aquella época estaba deprimido y me resultaba muy fácil darme pena a mí mismo; mi autoestima por los suelos.

A los 18 ó 20 años se supone que debes gozar, como la mayoría. Yo, todo lo contrario. Mi vida era un automartirio, y las armas: mis propios recuerdos, siempre flagelando. Es más que justo observar que las experiencias vividas en una manía se recuerden como un tiempo místico de gozo, de placer, una referencia a la que adorar, y sirva para intentar maximizar la satisfacción y realización en la vida presente. Lo malo, es cuando, inconscientemente, uno empieza a sobrevalorar esas referencias como un modelo a restaurar. En ese caso, los recuerdos (entroncados con una carga emocional excesivamente eufórica), empiezan a ser nocivos en el individuo, ya que éste elige (más bien desea), “revivirlos” con las mismas pretensiones de autosatisfacción, cuando en realidad, las condiciones reales presentes no son nada propicias. Se produce un estancamiento emocional en el individuo; el ser desesperado se despeña, se desmorona, pues no puede aferrarse más a la deseada manía. “Estás cayendo en depresíon y la fiesta se acabó, así que no lo intentes más”.

También se puede hablar de recuerdos en la depresión. Sumidos en esta fase, el individuo proyecta su propio estado en la vivencia de sus propios recuerdos. En otras palabras, los recuerdos son los que ahora se alinean y subyugan al estado de ánimo. La negatividad es un filtro impuesto en esta situación, que imbuye cualquier pensamiento del enfermo, lo negativiza y lo redimensiona de tal manera que ahora sea un pensamiento con una carga negativa mayor, capaz de inflingir daño psicológico y, lo que es peor, viciar la depresión del propio enfermo. “Es decir, en la depresión, recordamos tal y como nos sentimos”.

En mi opinión, basándome en mi vivencia y humilde experiencia, saber gestionar este tipo de cuestión respecto a los recuerdos pasa por buscar un buen equilibrio entre OBJETIVIDAD y OPTIMISMO. En una próxima entrada trataré este tema.