El estresante tic-tac del reloj marcaba el pasar de los segundos de una forma lapidaria. Con los últimos rayos del sol desapareciendo tras la vertical que formaban la ventana y la caída de la cortina, su naranja transparencia proyectaba una luz de sobremesa, de tarde plácida, ofreciendo una justicia —la siesta— que sólo los insomnes resisten a disfrutar para poder vencer a esos monstruos que atormentan por la noche.
Así, uno a uno, los segundos cuelgan en la punta de su aguja, y se precipitan encadenando sus delirios, entre las llamas de una explosión inminente en su cerebro. De súbito, una fulgurante energía salta de su pecho y se pone a reír, a cantar, a saltar, a exhibir su cuerpo levantándose la levita como un bufón con un solo ojo pintado. Su vida, de repente, se convierte en una payasada sin gracia, que se burla de la poca cordura que le quedaba, descosida entre las forzosas carcajadas de un ser irreal con una larga lengua azul, serpenteante, y que imagina una cabriola final para reverenciar a un público que sólo existe en los teatros de la mente. El protagonista se erige como un triunfador apabullante, un funambulista con un portento físico y un porcentaje de acierto infalible, aunque ahora bate los brazos en un vano intento de volar. Mientras tanto, mantiene el equilibrio sobrevolando un mar de sombras, tan alargadas como las dudas que se proyectan en un astro justo antes de ser eclipsado; las fibras de la cuerda, secas y violentas, le devuelven los pies como sí hubieran andado mil ascuas ardientes. El sudor del esfuerzo se cuela entre sus poros mezclado en una testosterona mejorada con cabezas de cerilla, que lo convierten en un amante soberbio, capaz de salvar reinos construidos en el cielo, solo un pretexto para penetrar a princesas que habitan en discotecas de cristal, a las que apenas ha manchado el sol; sus cuerpos diminutos poseen recovecos que huelen a lo mismo que las frutas maduras que terminan por explotar, esas que tienen en su interior un zumo incontenible: el olor de una floreciente pubertad entre las ingles y los sobacos, de unos huesos que aún se oyen estirar, esperando que nadie les descubra esa mueca que les permite jugar furtivamente entre adultos. Sed bienvenidas.
Entre tanta travesura, el payaso se acomoda y sus ademanes se vuelven más y más soberbios desde el trono. Su danza es ahora una pose trágica, aunque sin borrar nunca esa sonrisa agria que gesticula siempre a cámara lenta. Descubre musicalmente su dentadura, como una escala de piano. Con grandes y circulares aspavientos, hace gala de su repertorio, un ritual en el que exhibe sus botas grotescas y puntiagudas. Desenvuelve toda su actuación sobre el sillón acolchado, caricaturizando, quizás, algún rey longevo, envejeciendo sus barbas soberanas entre su asiento y la corona.
El vasallaje se culmina cuando todos los testigos acuden con premura a aquel largo vestíbulo. El payaso continúa dando palmas cuando muchos todavía se afanan en su camino hasta la primera fila. En cuestión de poco tiempo, se forma un círculo que escudriña a la criatura con miradas propias de jueces implacables. Quieren saber en qué me he convertido.
Desfallecido tras mi ensoñación, mi cuerpo y mi mente comulgan en el interior de una esfera invisible, por cuya superficie circula una calurosa energía, licuada en un poder que se desliza en una superfície que se convierte en espejo, ante el que todos los presentes retroceden, reflejando más odio que sorpresa. A cada una de mis convulsiones, un grito de asombro le contesta. Son delirios momentáneos en los que mi voluntad se somete a la verborrea y empiezo a emitir un galimatías ininteligible, una revolución de palabras que bebe de todos los idiomas. Por su parte, la incontinencia de mis gestos, me eleva a un estado en el que mi cuerpo empieza a centrifugarse. Muevo brazos y piernas en una discordante armonía, el pecho palpita como un motor, mis dedos se retuercen en formas imposibles, arqueo el cuerpo en una pose convexa, para luego volver a una posición fetal. De repente el escudo placentario que me secuestraba termina por desaparecer y caigo rendido finalmente.
Me hallo desnudo sobre el bordado de una alfombra imperial, y los súbditos y su rey, un bufón, se emocionan en una letanía que rompe en lágrimas y sollozos. Con el pelo todavía recogido entre mis dedos, me tapo la cara en señal de vergüenza, pero también de alivio. Mis lágrimas también brotan de mis nudillos, pero acompañadas de un lloro sentido, orgánico y visceral que se apacigua con la cascada salada de mis ojos.
Todos me han visto tal y cómo soy. Han visto a alguien vulnerable desmoronarse, como perdía toda dignidad humana, como era despojado de toda vergüenza. Sin embargo ya nadie reacciona hostilmente. Empiezan a compadecerse de mí y algunos, incluso, me ayudan a incorporarme y me tapan con la expresión mínima en la que había quedado mi ropa arrugada. Ven dibujado en mí el rostro del perdón, algo tal vez religioso que les hace retrotraerse a su ternura más infantil. Ante tal evidencia, comprenden que rematar al desdichado se convierte en un martirio, pues ya de por sí han sido testigos de un dolor ajeno que jamás hubieran imaginado infligir por ningún medio.
Yo soy el loco al que atar pero ellos los verdaderamente derrotados.