I
Los semáforos marcaban el ritmo de su jornada de trabajo. Ya anochecía, y los antinieblas amenazaban las marcas pintadas en el asfalto que le devolvían unos penetrantes reflejos blancos en los ojos. El ámbar hacía subirle las pulsaciones, un segundo después un rojo sintético tensaba su antebrazo como única profilaxis de una luz penetrante, que no me permitía ver la cara de aquella criatura nacida del alquitrán.
Aquella artista callejera se dedicaba a los aros. Era capaz de manejar cinco, pero realmente era talentosa lanzándolos por parejas. Creaba el efecto de dos ascensores con cada una de sus manos. Se paseaba por enfrente de los coches con seguridad y soltura a la par. El aro restante describía una elipse, como de bala de mortero, una folha seca que íba y venía de un lado a otro. Construía una performance perfecta mimetizada con un mínimo atuendo pseudopunk: un tutú negro desgarrado, agujereado por cigarros, seguramente a propósito, un top rojo a rayas blancas finas incontables. Era realmente bella, su baja estatura se excusaba en una cara perfectamente enmarcada, huesuda, con unos labios carnosos, un cuello fino y unos hombros bien dispuestos. La espalda se precipitaba en un culo respingón y atlético. Entre otros distintivos, presentaba su cara perforada por varias partes, entre las que se contaban las mejillas, la nariz y las cejas; la mitad de su cabeza estaba rapada, el resto de su cabello estaba zarapastroso, desarreglado, reñido con el peine. A pesar de una elección tan deliberadamente grosera, aquel look no le hacía perder ni un gramo de su atractivo. Era esbelta, musculada. El ejercicio circense y las corredurías callejeras la mantenían en forma, a pesar de imaginármela comiendo cualquier cosa, alimentándose con cerveza, durmiendo entre perros, compartiendo cartones entre vendedores de pañuelos y rumanas jorobadas.
Aquella noche hacía calor, y el sudor se dibujaba en cercos a la altura de las axilas y lumbares. Seguí a cámara lenta una gota todavía pendiente de la punta de su nariz. Un bálsamo salado le recubría la frente. Pero su rojo carmesí oscuro no languidecía en unos labios infalibles. Los aros saltaban quedándose por parejas en el aire. Ahí la descubría sonriendo. Y desde el asiento de mi coche pude contar sus dientes, en una simetría perfecta, color perla gris. A veces hacia asomar una punta sonrosada musculosa, abría la boca y dejaba pender un hilo de saliva que rápidamente estallaba. En un maquinal ejercicio final realizaba su cabriola final. Todo volvió a una velocidad normal y aburrida.
Se dirigió hacia mi coche sonriendo, haciendo rodar un aro con la muñeca. Bajé la vetanilla y me quedé inmóvil durante unos dos segundos. Le di el poco suelto que tenía preparado. Yo había empapado el asiento, una presencia fantasmal había invadido mi ridículo habitáculo. El ambiente se animaba con el sonido de fuera. Era sábado y algunos coches, en una costumbre ya normalizada, ofrecían un volumen altísimo en sus equipos.
Me la imaginé conmigo ese momento. Me la imaginé pasando esa noche conmigo. Me la imaginé lanzándole monedas mientras cumplía mis órdenes.
El verde del semáforo del lado opuesto que sincronizada ya parpadeaba, y yo sabía que el tiempo se me acababa. Pronto se pondría verde el otro.
— Oye, perdona —le dije mientras le soltaba las monedas en la mano—. ¿Te puedo hacer una pregunta?
— Sí, pero rapidito —respondió en una mezcla de desinterés y prisa, con la cabeza ladeada y apuntando nerviosa al semáforo.
— ¿Cuánto vas a ganar esta noche? —me mantuve serio e impertérrito. Esperé que mi mirada fuera lo suficiente intencionada como pretendía— Si te vienes conmigo esta noche te pago todo lo que vayas a ganar.
Hubo un momento de silencio. El semáforo ya había cambiado a verde hace tiempo, y algunos conductores se impacientaban. Decidí apartar el coche y poner la señal de emergencia. Ella se liberó del apoyo de mi ventana e hizo pasos hacia atrás. Cuando detuve el coche volvió.
— ¿A qué te refieres exactamente? —arqueó una ceja.
— Nada, mujer. . . Quiero decir nada malo —sonrió—. Tú ganas lo mismo, pasas de comer asfalto y humo y tú y yo nos lo pasamos bien juntos. Vamos donde tu quieras. Seguro qué conoces sitios. Los dos salimos ganando.
Se atusó el pelo, retrocedió momentáneamente y puso los brazos en jarra. A través de la ventana no podía observar la expresión de la cara. Fueron unos segundos en los que pensé que mi intentona había fracasado.
De repente oí el picaporte, y jámas un portazo había sido tan satisfactorio. Entró y se sentó. Creo que fuimos los dos los que nos dedicamos a analizar la nueva situación. De reojo descubrí un cuerpo más impresionante de lo que imaginaba.
— A ver, —dijo con una risa picarona. Cruzaba los brazos y se ladeó hacia mí—. ¿Cuánto crees que gano? Si no vas en serio, me voy.
No logró intimidarme.
— Mira, yo soy el que he hecho la pregunta y tú la que has entrado. Te pagaré las copas de esta noche y lo que venga si vamos a algún sitio… no te tendrás que preocupar ni por eso ni por nada. Por el precio de tu trabajo, el justo precio, ni más ni menos. Si piensas abusar de mí, no pasa nada, tú te bajas y cada uno su camino, sin problema —ahora fui yo el que reía con cierto aire de superioridad—. A ver dime, ¿cuánto ibas a ganar hoy?
Se quedó callada. Realizo varias miradas inquisitorias, denotaba nerviosismo. «Vale, cincuenta euros de momento, y tú pagas donde vayamos y el resto. Aunque el dinero no me importa realmente, no te daré nada que no quiera, que quede claro. Es un seguro. Y si te pido más y no quieres tú eres el que te vas».
Yo seguía agarrado al volante. Asentí y repiqué con los dedos sobre el cuero del volante, que ahora parecía rezumar una mezcla de calor vaporoso con el sudor de mis manos.
— Vale, entonces tu dirás. ¿Dónde quieres ir?
— A mi casa primero, necesito ducharme…
— De acuerdo, ¿y te llamas? —pregunté miedoso.
— María, aunque mi nombre artístico es Tungsteno.
— ¿Tungsteno? —le exclamé ojiplático.
— Sí. El tungsteno es el filamento que permite dar luz en las bombillas antiguas, las incandescentes, ya sabes, las que queman al tocar. Es raro lo sé, pero así es.
Puse el coche en movimiento e introduje las coordenadas que me indicó. Mientras pulsaba dijo «espero que valgas la pena, no suelo dormir por las noches, no me gusta, espero que no seas un muermo y aguantes lo que venga». El nerviosismo se había transformado en impulsividad, un brío propio de un potro liberado. Sacó un cigarro del paquete y lo enchufó. Me miró, y dió sus primeras caladas sin permiso, entre el desafïo y la transgresión. A mí no me importaba. «Cuanto más sucia e indisciplinada, mejor», pensé, «esta noche voy a someterte».
— Tranquila, yo tampoco suelo dormir mucho, je je, —empecé a hablarle con un idioma más familiar— no te preocupes por eso. Quizá mañana la cosa cambie, pero creo que esta noche va a ser buena. ¿Tomas drogas? —en ese momento traspasé una línea prohibida—. Quiero decir, ¿vamos a algún sitio y nos ponemos ciegos?
— ¡Muy bien campeón! Tú eres de los míos. . . y pisando fuerte. —por un momento entre definitivamente en su círculo, un círculo que se graba a fuego—. Tranquilo. . . algo tendré por mi casa, y cervezas. Por cierto, no me has dicho tu nombre. Y ahora que estamos, apenas me has dado dos euros, cabrón.
— Me llamo Jose, y lo siento. Quizá te pueda pagar de alguna otra manera.
— ¡Bufffff, nombre aburrido, pero almenos eres gracioso! Y eres directo de la hostia, vaya, vaya.
Paramos en una rotonda y yo le señale un grafiti plateado de una esquina. «¿Te gusta?». Ahora era yo el de la sonrisa traviesa. Iba a aprovechar la mínima oportunidad para follármela. Mi mente se debatía entre pillarla desprevenida, o drogarla primero hasta ponerla como una moto.
— ¿No me digas que haces grafiti? —frunció el ceño.
— Llevo el maletero cargado de latas y pintura. Tengo también una luz portátil. —El plan se iba urdiendo—. ¿Qué tal si pillamos algo de coca y vamos a alguna fábrica abandonada y empezamos la noche?
— ¿Coca, dices? ¡Mira tu! Y parecía calladito. . . ¡Ja ja ja! —De un bolsillo apretado sacó un móvil—. Déjame hacer unas llamadas.
Yo seguí concentrado durante unos minutos conduciendo, sin decir nada. Mientrastanto, ella hacia sus gestiones. Me sentía seguro, la noche se había transformado en una autopista de emociones, a ella se la veía también eufórica, quedando con un montón de gente por teléfono, suponía que para acudir a alguna fiesta.
Finalmente me indicó el emplazamientode su casa. En Valencia la zona del Marqués de Dos Aigües era de las más caras y exclusivas de la ciudad. Antes de que yo siquiera mostrara mi intención de buscar aparcamiento, me detuvo con un ademàn: «Tranquilo yo tengo plaza de garaje».
Atravesé atónito la entrada del párquing, el guarda desde la caseta nos levantó la barra y nos hizo pasar. Aparqué en la plaza C32. Simplemente no me salían las palabras. Estaba alucinando con aquel contraste que obviamente ella detectó en mi cara. «¿Qué, no te lo esperabas?».
— La verdad es que no.
— ¿Te pensabas que era una hippie del barrio del Carmen? —se rió maliiciosamente.
— Sí, te imaginaba con el perro ya incorporado —le seguí la broma satisfecho—. ¡La puta hostia! Quiero ver tu piso. ¿Estás solita?
— Sí, cariño. Mi padre está de viaje de trabajo. Mi madre está en el chalet —y encima chalet en el campo, pensé—, no hay nadie en casa. Nos van a traer un gramito, ¿qué te parece?. Lo pagaremos a medias, no me has caído mal y te portas bien conmigo.
Nos dirigimos al ascensor. Hice algunos comentarios sobre su vestidito, pero me centré en su pelo, «me encanta esa mitad rapada de tu cabeza, francamente me perturba». Ella sonrió cómplice, «no sé si te lo dicen mucho, pero estás buenísima, no sé, puede que a veces a algunos tíos se asusten con tu estilo, la verdad es que engañas mucho». Me fijé en sus ojos verdes esmeralda. Ella llamó el ascensor: «te sorprendrerías, cuanto peor visto más les pongo a los tíos». Entramos y me rozó la mano con su dorso. En un gesto que jamás olvidaré me retiró la manga. Con sus uñas gel me rascó el antebrazo entre la caricia y el deseo de arañar.
Piso 8. Vivía en el ático. Se puso nerviosa con el tema de las llaves. Le cogí el pelo que no tenía rapado, hundí mis dedos y la agarré con fuerza, hice oscilarle la cabeza hasta que comenzó a gemir. No quiso darse la vuelta, se le cayeron las llaves, dirigió su mano hacia mi bragreta, y empezó a frotar. «Dentro mejor, vale», dijo con una voz dulce y aflautada.
Atravesamos el umbral de la puerta. Cerró con llave . . .
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