La chica del viernes

17 Nov

A veces invades a mi cerebro ocioso en los momentos menos propicios, cuando no hay más evidencia que la de rendirse a cierto sentimiento, un hormigueo renovado que se mueve entre la flaqueza de la razón y el deseo del gozo.

Y es que mis días se componen de instantes ya previstos, sin los riesgos que le parecían pertenecer a la suerte. Hasta ahora he tratado de guiarme por la razón, con los trucos que sólo los solitarios conocemos. Tras las peores acometidas del desquicio, la marea por fin da una tregua, y todo deja paso a la calma y el ocaso. Aunque sigo acomodado en mi ordenado mar de dunas, estos últimos amaneceres me han descubierto un reguero de huellas desconocido. Es un corto recorrido de pisadas, apenas la leve presión de unos pies de mujer contra la arena. Conozco de antes esas marcas intrusas, otras ya han osado a bañarse en mis aguas. Pero esta vez no voy a remover la arena, no vaya a ser que desdibuje tu camino andado y no puedas encontrarme de nuevo.

Me da miedo fracasar en mis relaciones, lo confieso. Últimamente hay quién me ha amado, pero sólo el tiempo justo. Existe un largo camino que nace de la urgencia del tacto y del deseo, pero que siempre se detiene ante el temor de nuevas y mayores complicaciones. Complicaciones de un mundo complicado, complicaciones de personas complicadas; una redundancia casi infinita que perpetúa la soledad.

El tiempo pasa y mis necesidades crecen, cambio la sed por el alimento del alma. Sí, el alma, ese apéndice tumoral que parece despertar en la cuadrícula de los días. Los sentimientos siempre yacen escondidos para aquellos que sólo creemos en lo lógico y racional.

Y sin atender al peligro, digo que ya no más me quiero despertar solo en mi playa. Por una vez, quiero formar parte de alguien. Esas huellas están ahí por algo, una señal que anima a la búsqueda del otro, a un íntimo deseo de comprender y ser comprendido, y de recibir caricias en el ejercicio de ese derecho.

Aquel viernes me comprendí a mí mismo, un poquito más. Aunque sin ningún propósito al principio, deseé alargar más el final, quedarme un rato más largo. Me reflejé en tu sencillez y me percaté de lo controlada y aséptica que puede llegar a ser mi vida. Por un momento, vi florecer una amapola en la fisura del hormigón.

Sé que sólo eres la chica del viernes, sé que somos tan desconocidos como al principio, pero has certificado en mí la muerte de la razón, porque la razón no puede responder a los sentimientos, ni este viernes, ni ningún viernes. Torpemente, elijo las palabras de mi boca, temblorosas e inconclusas; espero no haberte dado malas indicaciones, y que estas palabras escritas en la arena te hagan volver.

 

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